lunes, 17 de septiembre de 2007

Grass, las SS y Facundo

Es de nuevo en Facundo, la parrilla mendocina donde hoy -por ser domingo, creo- no me atienden tan bien, el lugar en el que me perturban las grandezas y miserias intelectuales de grandes hombres de nuestro tiempo. Leo las abundantes páginas que Günter Grass, al pelar la cebolla de su larga y fecunda vida, dedica a un hecho desconocido hasta entonces, pero que en el último año ha llenado miles de titulares: su alistamiento juvenil en las SS, la terrible Schützstaffel creada por Hitler en 1925 y dirigida sanguinariamente por Heinrich Himmler desde 1929 hasta la caída del Tercer Reich, diceiséis años después.
Los recuerdos del Nobel octogenario, autoridad moral de su siglo, deslumbran por su sencillez y falta de tapujos. Tenía dieciséis años cuando comenzó sus entrenamientos, en el curso de la Segunda Guerra Mundial, poco después de que Alemania comenzase a aceptar la derrota como una hipótesis racional. En un país dedicado de lleno a una guerra, por más suicida y asquerosa que resultase, fue educado desde los siete años en el belicismo victimista germano. El anciano narra ahora la tremenda historia de un joven compañero, objetor de conciencia, golpeado y enviado a un campo de concentración por negarse a empuñar un fusil. Cómo nadaba el joven Grass con la corriente dominante en su país, sin hacer ni hacerse preguntas. La suave acquiescencia de un chico de ciudad convencido de que en el frente será útil, pero con la suerte de que la guerra termine antes de ese momento. El espanto de los ejercicios preparatorios durante su etapa de formación moral y desbarajuste hormonal. El odio larvado por esa experiencia. La culpa por no haber sido más precoz.
Al día después de la publicación de sus memorias, voces airadas llenaron los periódicos: ¿cómo pudo un adolescente enrolarse en el ejército de su país? ¿Cómo osó después erigirse en crítico infatigable del nazismo? En doce horas, Grass pasó de héroe a villano. El ataque más furibundo provino del célebre periodista y crítico angloestadounidense Cristopher Hitchens, que ya en el título de un artículo inolvidable lo llamó "charlatán, farsante e hipócrita". Entre las perlas del escrito, le acusa de utilizar la parte menos gloriosa de su biografía para vender más libros, una vez guardado el secreto el suficiente tiempo como para que no obstaculizase su candidatura al premio Nobel de Literatura. Y concluye [sic]: "Serás recordado no como un criminal de guerra o un héroe antinazi, sino más bien como un puto imbécil".
De entrada, semejante inquina ofrece dudas sobre la solvencia intelectual del comentarista y sus motivos ocultos - en el terreno de las ideas, la forma es muchas veces el fondo. Es inevitable preguntarse si las firmes creencias de Hitchens arraigaron ya con sus primeras poluciones nocturnas, si hubiese desertado él de su ejército nacional en tiempos de guerra. Cavilar sobre por qué no ha edificado una obra de estatura semejante a la de Grass. Indagar qué pedestal le permite derribar de un plumazo siete décadas de vida por avatares adolescentes en semejantes condiciones de partida. Comentar la pasión que tienen los ateos militantes por el juicio inquisitorial. Advertirle de que lo más probable es que sea él, y no Günter Grass, quien sea recordado como un pobre resentido.

domingo, 9 de septiembre de 2007

In memoriam

Hace dos semanas murió Francisco Umbral, uno de los mejores y más odiados escritores españoles del último siglo. Hoy recordamos, no por azar, una de sus memorables frases: "Uno se enamora siempre de la misma mujer, igual que está escribiendo siempre el mismo libro". O busca siempre la misma trucha (la que se esconde bajo las ramas, en la orilla de la rasera).
Deseamos que el país alcance un día la convivencia necesaria para poder ponerle en su sitio, por encima de banderas.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Ellas

Cuando la trucha toma la mosca, hermoseada por un escorzo imposible de imitar, el pescador da gracias a la vida. La llevaba viendo casi una hora, apegada a la orilla, en la rasera, allí donde se guarecen las grandes presas, y se movía con el mínimo esfuerzo, abriendo la boca muy de vez en cuando, sólo para captar algún manjar. Grácil como nunca seremos. Femenina como una caída de ojos. El corazón se le multiplica al pescador, y el tabaco no hace sino retrasar el encuentro, diluir el temple, arriesgar la faena, pues cada vez queda menos luz en la hora bruja. El pescador se atreve a desplazarse y a dibujar un lance palpitante, no del todo torpe, luchando por no perder la visión de la princesa fluvial. La vida en un vilo infinito de cinco segundos. Mientras la mosca se desliza por la fina película del agua, el pescador es elevado como por milagro a la condición de niño. Un niño inverosímil, con canas y ojeras, que busca en el líquido vital un reflejo del paraíso perdido. Y al recibir el regalo, cuando la trucha toma la mosca, esplendorosa en su piel moteada de lunas, el pescador da gracias a la vida y trata de impedir que la transfiguración del rostro le delate completamente. Se muere por tomarla en sus manos, pero sabe que la prisa no es buena con las truchas. Debe conquistarla firme pero sutilmente. Casi con cariño. Pero no demasiado. En esos minutos, su vida no le pertenece del todo. La captura corona, y el fallo marca. Ha dejado de mitificar la energía no condecorada de las probabilidades poéticas.

Fútbol

"P. quiere ser Redondo, pero creo que se parece más a Guardiola".

lunes, 27 de agosto de 2007

“Muchas gracias y buenas noches”

¿Es la violencia un arma política legítima? La cuestión viene a cuento después de un intenso trabajo de campo en los aeródromos argentinos. De los 28 vuelos emprendidos en el país desde mi llegada al mismo, 25 han salido con más de una hora de retraso, y 19 con más de dos. El jueves pasado, tras esperar seis horas (seis) a que un avión de Aerolíneas despegara de Mendoza a Buenos Aires, escuché por vigésimo quinta vez desde el megáfono que “disculpáramos el retraso” del vuelo, “debido a causas ajenas a su voluntad”. Aplausos burlones y risas llenaron la aeronave, animada por el equipo juvenil de Godoy Cruz, ejemplar en su alboroto adolescente reventado de testosterona seborreica. Al despedirse, en una forma muy refinada de humillación, nos dieron las gracias y nos desearon “buenas noches” (uno pretendía llegar a Buenos Aires después de comer).
El grado de ineptitud y desfachatez de los gestores y empleados de los diferentes organismos implicados (con atención especial a Aerolíneas Argentinas) es tal, y la ausencia de sanciones tan clamorosa, que, tras pensarlo mucho, opino que la única solución es que un día se le escape alguna hostia a un viajero, o que una masa enfurecida destroce parcialmente un avión y meta el miedo en el cuerpo a la tripulación y al comandante.
A mí, desde luego, me están entrando ganas; voy a empezar a viajar en ómnibus.

miércoles, 22 de agosto de 2007

A distancia del epicentro

Un periodista es, entre otras cosas, un ser que saca provecho privado de las desgracias públicas. Según algunos, es también la única profesión que honra a quien la abandona. El miércoles pasado, a media tarde, un terremoto brutal devastó una región entera de Perú. Horas después, sin conocer la tragedia, O. recibió una llamada mientras cenaba con otros periodistas y futbolistas amateur en la estupenda Carretería de San Telmo, un lugar de Buenos Aires donde el horno hace olvidar la parrilla. O. trabaja como corresponsal latinoamericano para prensa y radio francesas; emigró a Argentina en busca de nuevas sensaciones y para estar cerca de su novia, porteña. El martes pasado, un día antes del terremoto, O. dio el paso de comunicarle a su inminente ex novia que quería vivir solo. A resultas de ello, durmió el miércoles en mi casa.
El vacío a la portuguesa, las botellas de López y una animada conversación sobre mujeres y psicoanalistas dominaban la noche cuando O. me dijo que debía marcharse (“ha habido un terremoto en Perú; por ahora, veinte muertos”. “Me han llamado de la radio”). Yo no iba a poder acostarme hasta que finalizase su entrada en el boletín de las siete de la mañana (dos de la mañana en Buenos Aires), así que permanecí en el restaurante, rodeado de caras afables.
Una hora y pico después, llegué a casa y encontré a O. con un nivel considerable de adrenalina en sangre. Tecleaba con pasión mi pequeño ordenador de viaje y fumaba Marlboro como Lloyd Bridges. Con dos dedos me indicó que guardara silencio. Al poco tiempo sonó el teléfono. O. intercambió unas frases (presumiblemente) con el conductor del programa, alguien de producción, y tras reírse varias veces para soltar tensión, carraspeó dos veces, esperó unos segundos y pronunció con energía memorable el siguiente texto noticioso (que traducimos a continuación):

“Un terremoto de escala 7,8 en la escala de Richter sacudió esta tarde la región peruana de Pisco, unos doscientos kilómetros al sur de Lima. Al menos veinticinco personas han muerto como consecuencia del seísmo, que destruyó varias localidades y fue el más fuerte registrado en Los Andes desde 1961. Se teme que haya mucha más víctimas sepultadas bajo los escombros. En este momento, la prioridad fundamental es rescatar a los heridos que yacen bajo los restos de varias ciudades. El Ejército ha movilizado a mil soldados para colaborar en las tareas de salvamento y recuperación de cadáveres. Mientras tanto, el Gobierno de Alan García ha descartado el rumor de que un tsunami amenace la costa limeña”.

No sabemos si los productores del programa tuvieron la delicadeza de no añadir: “Desde Perú, nuestro corresponsal O…” Finalizada la intervención en directo, O. se despidió sonriente, colgó el teléfono y me estrechó la mano. Elogiamos algunos rasgos del oficio (su carácter imprevisible, la pasión de la inmediatez). Y concluimos: “Con esto, además, te pagas el concierto de Caetano Veloso”.

lunes, 13 de agosto de 2007

La feria de ventas

¿Y si nos hubiésemos equivocado de carrera? ¿Y si lo que se nos daba bien no eran las palabras, las presuntas verdades, la exigencia intelectual, el etéreo prestigio de las humanidades, sino el sano intercambio de bienes, la producción y venta de cosas útiles? Esta semana acompañé a un primo político de mi ex, y sin embargo amigo, a la Firaa, una feria de aire (refrigeración, calefacción y conducción) que se celebra cada dos años en el pabellón Costa Salguero rioplatense, a medio kilómetro del Aeroparque. Pocas cosas pude haber imaginado menos atractivas a priori, pero le eché una mano. Principalmente, por compañerismo. Pero había (hay) también una sensación de reciclaje, la puesta en duda de mi famosa frase "no tengo perfil de empresario", ese autoarrinconamiento falsamente humilde de descendiente de burguesía ilustrada liberal poco dada a la acumulación de dinero sin fines mayores. El día central del evento me correspondía atender en solitario el stand y promocionar un producto que, pronto comprendí, se vende solo: conductos de aire compuestos por tejido textil, que aventuro no tardarán muchos lustros en sustituir a las clásicas tuberías de chapa que conducen aire en cualquier edificio o instalación publicos. Un negocio potencialmente grosso: además de ser incomparablemente más ligeros y fáciles de montar y desmontar, pueden lavarse, contienen menos bacterias y son más baratos que los tradicionales. Llevaba cuarenta y cinco minutos hablando a profesionales del ramo sobre algo que desconozco completamente, y parecían satisfechos con la mercancía e, incluso, las explicaciones recibidas. Me habían bastado las cinco ventajas expuestas en los banners contiguos y haber escuchado al primo de mi ex en acción durante un par de horas. Por mi cerebro cruzó una ráfaga desapasionada: casi todo en esta mundo es venta. Conductos de aire, ideas, victimismos, latas de tomate o coches. No hay gran diferencia entre Pepe Blanco y un empresario cárnico. Con un motivo para la esperanza egoísta: si tus padres pudieron educarte bien y posees facilidad de palabra, puedes dedicarte a casi cualquier cosa. Se notan a la legua los productos de bajo rendimiento: necesitan demasiadas palabras a su alrededor. "La verdad necesita de muy poco para contarse" (M.).
Tenía razón Manu Chao cuando cantaba que "todo [o mucho] es mentira en este mundo", pero no nos olvidemos de desenmascarar a los quejicas.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Orwell en Facundo

“Ése estado mental en el que la poesía, y también la prosa, han de ser escritas”. Traduzco de memoria una cita de Keep the aspidistra flying, George Orwell, 1935. Con la edad, las recomendaciones se van haciendo selectivas; M. me la regaló en Santander como quien entrega su disco más preciado a alguien que, sabe, lo va a disfrutar tanto como él.
Argentina permite recorrer esta magistral novela en el estado mental en que toda poesía (“or prose, for that matter”) ha de ser leída. Es viernes por la noche en Mendoza, y el frío disminuye a cero la cantidad de taxis, ya habitualmente raquítica en la aseada ciudad andina. Facundo es un restaurante bonito, pero no demasiado, donde no se comen platos excepcionales pero siempre encuentra uno lo que busca. Tiene apartado de fumadores. Infalible: parrilla de verduras, asado de tira y 3/8 de vino. Inmediatamente, al segundo párrafo, sólo existe el texto de Orwell, una década más joven que sus obras maestras hermanas. Pero ya irreprochable: “No rich man ever succeeds in disguising himself as a poor man; for money, as murder, will out”. Miradas al tendido, entre sorbo y sorbo de Malbec.

sábado, 21 de julio de 2007

El quilombo perpetuo

Argentina es un país de extremos. A uno le sige fascinando (e inquietando) su mezcla única de cultura general, refinamiento, pasión, inseguridad jurídica, corrupción y atención al exterior. El despilfarro permanente de su inigualable talento. El que su legendaria clase media y la proliferación de contrapesos (prensa múltiple y de calidad, abundancia de leyes, gremios pujantes, separación nominal de poderes) no haya detenido su imparable decadencia. La cuestión se agudiza por hallarse el país en plena campaña electoral, de la que saldrá vencedora la bella esposa del actual presidente, encaramada sobre la alarmante promesa de que "el cambio recién empieza" (¿por qué esperan tanto?) y la legitimidad adicional que disfruta toda mujer política en estos tiempos. Histórico: será la primera presidenta argentina. Un dato que por sí solo tiene escaso valor; la mujer de Estado más capaz del planeta, Angela Merkel, jamás ha utilizado su feminidad como tótem. Los Kirchner, por el momento, tienen la perniciosa costumbre de dirigirse al pueblo como si fuese gilipollas.

domingo, 15 de julio de 2007

La clase media todavía existe

Acá los domingos, el que puede hace un asado. Se levanta no demasiado tarde, para ver si consigue esa pieza jugosita que tanto le gusta y que, además, queda fuera del círculo formado por los grandes cortes argentinos (tan conocidos en España): el vacío, la entraña, los bifes. Hace su cola, paciente, porque en Argentina el tiempo pasa más despacio que en Madrid y la gente charla, se gusta, gambetea con la palabra igual que los pibes con el balón y los ministros con las empresas públicas. El asador suele venirse arriba y busca el corte especial, oculto, que da buen resultado y es considerablemente más barato. No es difícil: la carne en Argentina es barata y magnífica. Ahora bien: hay diferencia entre un kilo de lomo y uno de punta de espalda, de tapa de nalga, de pechito de cerdo. (Y sí, ¿viste?). Cortes rotundos, justitos de grasa, que permiten al cocinero –además– explayarse ante el inminente comensal de ojos como platos.
Jamás pensó uno que podría disfrutar una mañana de domingo en un hipermercado, pero la vida te va enseñando pacientemente que ayer eras aún más boludo que hoy. Un caluroso domingo de verano, con la precordillera dorándose al sol andino. Niños por todas partes. Madres embarazadas, coches antiguos. Los placeros sacando brillo a su cuadra, tratando de conservar la fama de ciudad limpia que todos los argentinos convienen en otorgar a la capital del oeste. No es ni pronto ni tarde en Mendoza: las once. La inflación no ha detenido todavía el consumo. Enjambres de familias, más o menos disfuncionales, más o menos ortodoxas, se dirigen a comprar viandas con el coche repleto de pelotas, mallas de baño, reposeras, diarios, mates y mamaderas. Mamaderas por todas partes. La playa de aparcamiento está repleta. Uno está ya crispado, pensando ya en la cola que le espera en las cajas, y corre el peligro de estropear una diversión inesperada.
Los pasillos del hipermercado explotan de carritos, niños, madres ojerosas, madres que llevan años sin dormir bien. Conducir el carrito no es más fácil que abrirse camino con un coche en Lavapiés. La niña va chocha, sentada, de espaldas al tráfico. No se sabe si es ignorante o sabia: es sencillamente inocente. Vigila una compra que lleva cierto orden: gaseosas, pan, pañales, helado. [Por si acaso, nos escapamos dos minutos a por una botella de Malbec, para no entristecernos cuando nos acerquen el primer bocado de chorizo]. Vueltos al redil, es difícil evitar el cruce de miradas con madres sorprendidas que esperan una atención equivalente a sus retoños. Se suceden las sonrisas, pero los ojos se vuelven enseguida al piso y a Malena, que está ya queriendo tocarlo todo, opinar sobre todo, y resuelve que su única salida es ofrecerle los brazos al padre, para que la saque de esa furgoneta metálica tan grande. El padre empieza a gustarse. Se olvida de las cajas, de las colas, de las madres. Hasta del carrito. (Que lo lleve su madre un rato). [Nos aseguraremos después de que siga ahí la botella de Malbec].
Damos pasos hacia los estantes, y la niña descubre alucinada la abundancia capitalista. Hay que tocarlo todo, y empieza a jugar con los envases. Se copa con el zumo. [¿Cómo puede haber tantos envases? ¿Cómo puede ser tan barato un tetrabrik tan coloreado, con tanta información?] Lo soba, lo coge. Se le cae. Pone su atención en otro. No hay quien dé un paso adelante: la niña se queja; nos mira; hay que inventar a toda prisa señuelos que nos permitan avanzar en nuestra expedición. Bien pensado, no hacemos sin obedecer la lógica del establecimiento: pasamos del zumo al yogur, al chocolate, a los caramelos. “¡Uy, qué bonito!” No es más que una lata de salsa de tomate, pero todo sirve, siempre que esté alto. Cuanto más alto está colocado el producto, más divertido le parece: y la niña se ríe, confiada en que no la vamos a dejar caer, satisfecha de alcanzar donde todos alcanzan, alucinada con las formas y las texturas. Pasan varias sillas con bebés dormidos y varios padres con niños colgados del hombro. Entretanto, logramos llegar a la sección cárnica.
Habíamos leído que en Argentina pastan trescientos millones de vacas, y habíamos incluso calculado que tocan a siete y media por habitante – un dato para la reflexión política. Suponemos que la tasa de recambio funciona bien; en el hipermercado se ofrecen cientos de kilos de vacuno, cerdo y pollo. Hay puesto de carniceros, pero tenemos el número 357 y van por el 291. Así que nos dirigimos a las cámaras refrigeradas. La carne, envasada al vacío, está etiquetada prolijamente, y admiramos por un momento la competencia profesional de los gremios agroalimentarios. Es difícil decidirse, y nuestra bisoñez hispana complica el ya difícil papel de comprador-que-no-asa. Confiamos en el instinto, que pocas veces nos ha fallado en asuntos del estómago, y nos encaminamos a las cajas con una digna selección: chorizo, morcilla, un poco de asado de tira, vacío y entraña. (Queríamos chinchulines, pero no quedaban).
Del techo del hipermercado francés cuelgan unos carteles rectangulares bastante grandes, como de dos metros por uno, que ofrecen al comprador dominical una última tentación con la que distraer su tiempo de ocio: televisores de plasma, churrasqueras, utensilios para lavar el auto, promociones lácteas, galletas light, etc. Presumimos que la niña no se ha asomado aún al barranco del consumismo, pero les tiene ganas. (Y sí, ¿viste? Son grandes y coloridos). Cuesta describir la felicidad que le ilumina el rostro cuando, aupada por ese sujeto tan raro con gafas, toca con los dedos el cartel que pende a dos metros y medio del suelo. Una complicidad absurda y fundamental: se puede disfrutar incluso de una mañana en un hipermercado francés atestado de personas en libertad provisional. Pensábamos que todo dependía del aderezo. Pero no: depende de la compañía.