sábado, 21 de julio de 2007

El quilombo perpetuo

Argentina es un país de extremos. A uno le sige fascinando (e inquietando) su mezcla única de cultura general, refinamiento, pasión, inseguridad jurídica, corrupción y atención al exterior. El despilfarro permanente de su inigualable talento. El que su legendaria clase media y la proliferación de contrapesos (prensa múltiple y de calidad, abundancia de leyes, gremios pujantes, separación nominal de poderes) no haya detenido su imparable decadencia. La cuestión se agudiza por hallarse el país en plena campaña electoral, de la que saldrá vencedora la bella esposa del actual presidente, encaramada sobre la alarmante promesa de que "el cambio recién empieza" (¿por qué esperan tanto?) y la legitimidad adicional que disfruta toda mujer política en estos tiempos. Histórico: será la primera presidenta argentina. Un dato que por sí solo tiene escaso valor; la mujer de Estado más capaz del planeta, Angela Merkel, jamás ha utilizado su feminidad como tótem. Los Kirchner, por el momento, tienen la perniciosa costumbre de dirigirse al pueblo como si fuese gilipollas.

domingo, 15 de julio de 2007

La clase media todavía existe

Acá los domingos, el que puede hace un asado. Se levanta no demasiado tarde, para ver si consigue esa pieza jugosita que tanto le gusta y que, además, queda fuera del círculo formado por los grandes cortes argentinos (tan conocidos en España): el vacío, la entraña, los bifes. Hace su cola, paciente, porque en Argentina el tiempo pasa más despacio que en Madrid y la gente charla, se gusta, gambetea con la palabra igual que los pibes con el balón y los ministros con las empresas públicas. El asador suele venirse arriba y busca el corte especial, oculto, que da buen resultado y es considerablemente más barato. No es difícil: la carne en Argentina es barata y magnífica. Ahora bien: hay diferencia entre un kilo de lomo y uno de punta de espalda, de tapa de nalga, de pechito de cerdo. (Y sí, ¿viste?). Cortes rotundos, justitos de grasa, que permiten al cocinero –además– explayarse ante el inminente comensal de ojos como platos.
Jamás pensó uno que podría disfrutar una mañana de domingo en un hipermercado, pero la vida te va enseñando pacientemente que ayer eras aún más boludo que hoy. Un caluroso domingo de verano, con la precordillera dorándose al sol andino. Niños por todas partes. Madres embarazadas, coches antiguos. Los placeros sacando brillo a su cuadra, tratando de conservar la fama de ciudad limpia que todos los argentinos convienen en otorgar a la capital del oeste. No es ni pronto ni tarde en Mendoza: las once. La inflación no ha detenido todavía el consumo. Enjambres de familias, más o menos disfuncionales, más o menos ortodoxas, se dirigen a comprar viandas con el coche repleto de pelotas, mallas de baño, reposeras, diarios, mates y mamaderas. Mamaderas por todas partes. La playa de aparcamiento está repleta. Uno está ya crispado, pensando ya en la cola que le espera en las cajas, y corre el peligro de estropear una diversión inesperada.
Los pasillos del hipermercado explotan de carritos, niños, madres ojerosas, madres que llevan años sin dormir bien. Conducir el carrito no es más fácil que abrirse camino con un coche en Lavapiés. La niña va chocha, sentada, de espaldas al tráfico. No se sabe si es ignorante o sabia: es sencillamente inocente. Vigila una compra que lleva cierto orden: gaseosas, pan, pañales, helado. [Por si acaso, nos escapamos dos minutos a por una botella de Malbec, para no entristecernos cuando nos acerquen el primer bocado de chorizo]. Vueltos al redil, es difícil evitar el cruce de miradas con madres sorprendidas que esperan una atención equivalente a sus retoños. Se suceden las sonrisas, pero los ojos se vuelven enseguida al piso y a Malena, que está ya queriendo tocarlo todo, opinar sobre todo, y resuelve que su única salida es ofrecerle los brazos al padre, para que la saque de esa furgoneta metálica tan grande. El padre empieza a gustarse. Se olvida de las cajas, de las colas, de las madres. Hasta del carrito. (Que lo lleve su madre un rato). [Nos aseguraremos después de que siga ahí la botella de Malbec].
Damos pasos hacia los estantes, y la niña descubre alucinada la abundancia capitalista. Hay que tocarlo todo, y empieza a jugar con los envases. Se copa con el zumo. [¿Cómo puede haber tantos envases? ¿Cómo puede ser tan barato un tetrabrik tan coloreado, con tanta información?] Lo soba, lo coge. Se le cae. Pone su atención en otro. No hay quien dé un paso adelante: la niña se queja; nos mira; hay que inventar a toda prisa señuelos que nos permitan avanzar en nuestra expedición. Bien pensado, no hacemos sin obedecer la lógica del establecimiento: pasamos del zumo al yogur, al chocolate, a los caramelos. “¡Uy, qué bonito!” No es más que una lata de salsa de tomate, pero todo sirve, siempre que esté alto. Cuanto más alto está colocado el producto, más divertido le parece: y la niña se ríe, confiada en que no la vamos a dejar caer, satisfecha de alcanzar donde todos alcanzan, alucinada con las formas y las texturas. Pasan varias sillas con bebés dormidos y varios padres con niños colgados del hombro. Entretanto, logramos llegar a la sección cárnica.
Habíamos leído que en Argentina pastan trescientos millones de vacas, y habíamos incluso calculado que tocan a siete y media por habitante – un dato para la reflexión política. Suponemos que la tasa de recambio funciona bien; en el hipermercado se ofrecen cientos de kilos de vacuno, cerdo y pollo. Hay puesto de carniceros, pero tenemos el número 357 y van por el 291. Así que nos dirigimos a las cámaras refrigeradas. La carne, envasada al vacío, está etiquetada prolijamente, y admiramos por un momento la competencia profesional de los gremios agroalimentarios. Es difícil decidirse, y nuestra bisoñez hispana complica el ya difícil papel de comprador-que-no-asa. Confiamos en el instinto, que pocas veces nos ha fallado en asuntos del estómago, y nos encaminamos a las cajas con una digna selección: chorizo, morcilla, un poco de asado de tira, vacío y entraña. (Queríamos chinchulines, pero no quedaban).
Del techo del hipermercado francés cuelgan unos carteles rectangulares bastante grandes, como de dos metros por uno, que ofrecen al comprador dominical una última tentación con la que distraer su tiempo de ocio: televisores de plasma, churrasqueras, utensilios para lavar el auto, promociones lácteas, galletas light, etc. Presumimos que la niña no se ha asomado aún al barranco del consumismo, pero les tiene ganas. (Y sí, ¿viste? Son grandes y coloridos). Cuesta describir la felicidad que le ilumina el rostro cuando, aupada por ese sujeto tan raro con gafas, toca con los dedos el cartel que pende a dos metros y medio del suelo. Una complicidad absurda y fundamental: se puede disfrutar incluso de una mañana en un hipermercado francés atestado de personas en libertad provisional. Pensábamos que todo dependía del aderezo. Pero no: depende de la compañía.