lunes, 3 de septiembre de 2007

Ellas

Cuando la trucha toma la mosca, hermoseada por un escorzo imposible de imitar, el pescador da gracias a la vida. La llevaba viendo casi una hora, apegada a la orilla, en la rasera, allí donde se guarecen las grandes presas, y se movía con el mínimo esfuerzo, abriendo la boca muy de vez en cuando, sólo para captar algún manjar. Grácil como nunca seremos. Femenina como una caída de ojos. El corazón se le multiplica al pescador, y el tabaco no hace sino retrasar el encuentro, diluir el temple, arriesgar la faena, pues cada vez queda menos luz en la hora bruja. El pescador se atreve a desplazarse y a dibujar un lance palpitante, no del todo torpe, luchando por no perder la visión de la princesa fluvial. La vida en un vilo infinito de cinco segundos. Mientras la mosca se desliza por la fina película del agua, el pescador es elevado como por milagro a la condición de niño. Un niño inverosímil, con canas y ojeras, que busca en el líquido vital un reflejo del paraíso perdido. Y al recibir el regalo, cuando la trucha toma la mosca, esplendorosa en su piel moteada de lunas, el pescador da gracias a la vida y trata de impedir que la transfiguración del rostro le delate completamente. Se muere por tomarla en sus manos, pero sabe que la prisa no es buena con las truchas. Debe conquistarla firme pero sutilmente. Casi con cariño. Pero no demasiado. En esos minutos, su vida no le pertenece del todo. La captura corona, y el fallo marca. Ha dejado de mitificar la energía no condecorada de las probabilidades poéticas.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Uno
Cuando el pescador echa el anzuelo, me contoneo a una distancia prudencial, y él empieza a sentirse extasiado. Lo llevaba observando casi una hora, cerca de la orilla, en su mundo de tierra, con sus lentos y torpes movimientos, ajeno a las maravillas de aquí, del fondo en el cual habitamos las sirenas. Yo comía tranquila. Podían oírse los latidos de su corazón, nervioso ante la expectativa de darme captura y sus movimientos empezaron a hacerse cada vez más torpes según caía la noche. Su sedal en el agua, delatando continuamente su presencia. Él cada vez más impaciente y yo con todo el tiempo del mundo. No sé muy bien que buscan estos humanos aquí abajo, se comportan como alevines. Me da lástima. Intentaré aparentar cierta curiosidad. Salgo del agua y contemplo su enorme rostro, atónito. Quiere tocarme, pero no se atreve. Intenta ser delicado, pero su torpeza impide cualquier encuentro. Aparenta quererme, pero se le nota que no sabe lo que quiere. Finjo un poco más y le dejo estrecharme entre sus brazos. Cuando por fin se da por vencido, de un salto, vuelvo al agua. Una lágrima resbala por su mejilla. Pero yo soy un pez y no tengo sentimientos.

Lucio dijo...

La eterna inferioridad del pescador, pocas veces expresada desde ese ángulo. Gracias...

Valeria dijo...
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